Sus sueños
cabían en bolsas, su biblioteca estaba llena de polvo y revistas de moda, pocas
veces subía las persianas, sus aparatos de última tecnología le iluminaban, se
comunicaba con símbolos y así transmitía todo su amor, olvidaba muchas veces el
calor de otra piel y no tenía ideas muy profundas (pero tampoco malas
intenciones), le asustaban algunos números y se sabía el pronóstico de hasta
las tres próximas semanas, nunca apareció en el sueño de nadie, sus labios eran
suaves y su pelo siempre olía bien.
Internada
siempre en una rutina vacía de aventuras, un día decidió cambiar el camino al
supermercado y al otro ya dejaba entrar al sol. Su sonrisa crecía, aunque seguía
sola, se estaba haciendo muy amiga de algunos secretos que tenía escondidos, y
se podía sentir mujer sin maquillaje. Llenó la casa de plantas, la biblioteca
de libros y las comidas tenían más colores. Se deshizo de las tarjetas, los buenos
modales y los compromisos. Agregó vicios a su vida: el mar, la hamaca paraguaya
y los consejos de su madre. Se adivinó, se empapó, se divirtió, lloró, se lanzó
para siempre, necesitó un abrazo, se deprimió en un invierno y se estimuló con
cosas equivocadas, se juntó y se separó, viajó y no volvió. Su voz era dulce, y
no sabía hacerle daño a alguien sin sentirse peor.
Me acuerdo
de ella, la mujer más extraña que he podido conocer, la de la sonrisa infantil
y los ojos nublados, la vi pocas veces, a veces en el espejo, otras en fotos,
también en anécdotas familiares. Nunca pude descifrarla, ni sacarle algunas
mañas. Creo que nadie lo ha logrado, ni intentado. Porque ella es poesía cuando
no es comprendida y solo sabe funcionar incógnita en la vida atropellada de los
que tampoco se conocen demasiado.
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