domingo, 25 de agosto de 2013

Sus sueños cabían en bolsas, su biblioteca estaba llena de polvo y revistas de moda, pocas veces subía las persianas, sus aparatos de última tecnología le iluminaban, se comunicaba con símbolos y así transmitía todo su amor, olvidaba muchas veces el calor de otra piel y no tenía ideas muy profundas (pero tampoco malas intenciones), le asustaban algunos números y se sabía el pronóstico de hasta las tres próximas semanas, nunca apareció en el sueño de nadie, sus labios eran suaves y su pelo siempre olía bien.
Internada siempre en una rutina vacía de aventuras, un día decidió cambiar el camino al supermercado y al otro ya dejaba entrar al sol. Su sonrisa crecía, aunque seguía sola, se estaba haciendo muy amiga de algunos secretos que tenía escondidos, y se podía sentir mujer sin maquillaje. Llenó la casa de plantas, la biblioteca de libros y las comidas tenían más colores. Se deshizo de las tarjetas, los buenos modales y los compromisos. Agregó vicios a su vida: el mar, la hamaca paraguaya y los consejos de su madre. Se adivinó, se empapó, se divirtió, lloró, se lanzó para siempre, necesitó un abrazo, se deprimió en un invierno y se estimuló con cosas equivocadas, se juntó y se separó, viajó y no volvió. Su voz era dulce, y no sabía hacerle daño a alguien sin sentirse peor.

Me acuerdo de ella, la mujer más extraña que he podido conocer, la de la sonrisa infantil y los ojos nublados, la vi pocas veces, a veces en el espejo, otras en fotos, también en anécdotas familiares. Nunca pude descifrarla, ni sacarle algunas mañas. Creo que nadie lo ha logrado, ni intentado. Porque ella es poesía cuando no es comprendida y solo sabe funcionar incógnita en la vida atropellada de los que tampoco se conocen demasiado. 

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