domingo, 11 de agosto de 2013

Me siento terrible, no me encuentran las palabras que quiero decir (deben estar en la inspiración de otro). Pero como un enfermo que quiere vivir, necesito -con urgencia- escribir. Es una necesidad caprichosa, profundamente egoísta ¿Cómo puede haber belleza en algo que nace del capricho y egoísmo? No busco que sea bello, sino sincero, entonces será bello también. 
Cuánto para decir, cuánto quiere viajar y no encuentra el transporte, al menos no el transporte que le corresponde. El viaje es largo y es muy incómodo el tren, tampoco cabe el voluminoso equipaje.
Accedo por inercia, a la música, comienzo a transportarme, se concretan las ideas, se ven tan claros los recuerdos y los errores, que las conclusiones comienzan a ser objetivas. 
Después de la música a los pinceles, comienzo a perder peso y desvanecerme. Dejo algo mío en la obra, y me creo feliz. Pero no puedo pasar toda mi vida pintando. La solución es una: hacer del momento de creación liturgia, y el resto del tiempo, imaginar. Vivir imaginando, crear pero en la dimensión mental.
Entonces si me siento terrible es solo porque no estoy creando. Es solo porque no estoy huyendo. Mi mente va tan rápido, eso me entristece también, contraproduce mi iniciativa (caprichosa sí, sincera, también), no estoy creando, estoy inventando nuevas personalidades en los personajes viejos, nuevos colores en los viejos paisajes. No se trataba de mentir, se trataba de crear. 
Llego a la conclusión de que el artista entonces miente, porque la mente del artista corre siempre. Comienzo a creer en que entonces haya no uno sino dos tipos de mentiras: la que nos hace pequeños (cuando la recibimos o cuando la inventamos) y la que nos hace gigantes (cuando la percibimos y cuando la inventamos) la obra de arte. Y no puede uno dejar de visitar el acuario en el que nadan ambas, extravagantemente opuestas. Porque uno vive rodeado de ellas.
Jamás creí que me liberaría una mentira tan gigante como por la cual creo y consecuentemente, vivo.

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